LITERATURA

Fernando Villalón.

 

 

 

Fernando Villalón Daóiz y Halcón

Nació en Sevilla, en mayo de 1881, en el convento de la antigua calle de los Alcázares, entonces casa señorial de sus abuelos, los marqueses de San Gil.

A sus trece años recibió una de las imágenes que más le impactaron en su vida, y que le dejó huellas para siempre. El 30 de mayo de 1894 llega a Sevilla el cadáver de Manuel García, torero conocido en la plaza como el «Espartero». La expectación en la ciudad era espectacular: alrededor de siete mil personas lo esperaban en la estación de trenes, y más de veinte mil desfilaron frente a su cadáver. Era la primera vez que Fernando veía un duelo y un muerto, y esa impresión no le abandonaría nunca.

Villalón no creció en la rigidez de la ciudad sevillana de finales del siglo XIX, sino en la libertad campesina de Morón de la Frontera. Allí aprendió la mayoría de sus aficiones rurales: a cabalgar, el rejoneo y el tiro a la perdiz. Su posterior reclusión en el colegio del Puerto de Santa María, San Luis Gonzaga, supuso para el algo similar a un encarcelamiento, una pequeña muerte de su libertad, un tiempo irrecuperablemente perdido. Cuando, muchos años después, publicó Romances del 800, se lo dedicó a su pálido compañero de entonces, Juan Ramón Jiménez.

 

«A J.R.J. en recuerdo de nuestra niñez encarcelada en los jesuitas del Puerto,…»

Luego vinieron años más joviales, convertido en un señorito andaluz, consentido y marchoso, y oveja negra de una familia que le había legado el título de Miraflores de los Ángeles.

Para la mayoría de los lectores y críticos literarios, Villalón es un poeta atractivo, pero menor, colorista y fandanguero. Pero, si ahondamos en su literatura, encontramos a un poeta de un canto hermosísimo, con frescura que trasladó al mismísimo García Lorca y Rafael Alberti.

A los treinta años lo cambió todo por el athanor químico, el péndulo radioestésico, la túnica estrellada gris plomo e ingresó en una logia masónica, y se entregó por completo a su teoría del silfidoscopio -aparato para ver las sílfides (las ninfas)- donde esperaba encontrar la solución a muchos problemas de la vida. Porque hay acontecimientos de la vida de Fernando que le hacen romper con todos sus esquemas de vida anteriores, como son su unión hasta la muerte con Concha Ramos y su asidua asistencia a tertulias de carácter teosóficas. Su afición por el ocultismo fue intensa, sus visitas a videntes y la escritura de versos en clave esotérica, mezclándola con su otra pasión: el mundo de los toros.

 

Morón de la Frontera

 

Ignacio Sánchez Mejías lo presentó a Alberti como «el mejor poeta novel de toda Andalucía, además de ganadero, brujo, espiritista, hipnotizador y conde de Miraflores de los Ángeles.» , quien en su libro de memorias La arboleda perdida escribió esto de él:

«Era Fernando un hombre extraordinariamente fino y simpático, hijo de esa romántica Andalucía feudal, que se sentaba bajo los olivos a compartir tú por tú, el pan con los gañanes. Profundamente popular, los verdaderos amigos suyos, los inseparables, eran los mayorales que guardaban sus toros, los gitanos, los mozos de cuadra, toda la abigarrada servidumbre de sus cortijos, además de cuanto torerillo ilusionado rondaba sus dehesas. Cuando lo conocí ya andaba arruinado. Negocios absolutamente poéticos lo habían venido hundiendo en la escasez, casi en la pobreza.«

Tenía un terrible temor a la muerte. Dormía en su casa con una potente luz eléctrica siempre encendida, y calle o sitio por donde él sabía que había muerto algún conocido, no pasaba nunca. Los paseos con él eran interminables.

Sus últimos años los pasó en la ruina absoluta. Ruina a los que le habían llevado aquellos «negocios absolutamente poéticos» de los que hablaba Alberti. Gastó una gran parte de su fortuna heredada buscando y queriendo conseguir una ganadería de toros con los ojos verdes, mito de la Atlántida, conseguir el toro-dios del relato platónico; y otra gran parte la gastó comprando tierras en busca del origen de Tartessos.

«Aquí, aquí, en esta tierra que piso, cuna de la civilización ibérica, el Hércules egipcio, hijo de Osiris, fundador de Hispalia, dio la primera nota taurina en el mundo. Aquí fue su lucha decisiva con Gerión, tirano de Tartessos, para arrancarle la posesión de los célebres toros colorados que guardaba el terrible perro Orthos. Cuando los romanos alcanzaron estas márgenes del Guadalquivir, no tuvieron nada que civilizar. La cultura turdetana abría sus aulas al invasor, que se benefició en ella… «

Murió en Madrid en 1930. Tras vender sus pocas tierras, su ganadería (dicen que a Juan Belmonte) y ser despreciado por sus amigos de Sevilla, marchó a la capital de España a esperar la muerte, sólo acompañado por su inseparable compañera Concha Ramos. Murió así este hombre, nigromante, teósofo, conde, alquimista, manirroto, chamán, hipnotizador, ganadero y, sobre todo poeta, un buen poeta que dejó en nuestras manos obras como Andalucía la Baja (1926), La Toriada (1928), Romance del 800 (1929) y Poesías (1944).

 

I

Giralda, madre de artistas,
molde de fundir toreros,
dile al giraldillo tuyo
que se vista un traje negro.

Malhaya sea Perdigón,
el torillo traicionero.

Negras gualdrapas llevaban
los ochos caballos negros;
negros son sus atalajes
y negros son sus plumeros.
De negro los mayorales
y en la fusta un lazo negro.

II

Mocitas las de la Alfalfa;
mocitos los pintureros;
negros pañuelos de talle
y una cinta en el sombrero.
Dos viudas con claveles
negros, en el negro pelo.

Negra faja y corbatín
negro, con un lazo negro,
sobre el oro de la manga,
la chupa de los toreros.

Ocho caballos llevaba
el coche del Espartero.

Fernando Villalón

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