Colaboración enviada por Antonio Tormo Abad, socio nº 74 de Apoloybaco.
Conocí a «Inquisidor»; seudónimo utilizado por Ángel Júcar, crítico literario tan prestigioso como denostado, ambos calificativos ganados a pulso según el sentir de la profesión, cuando ingresé en calidad de Becario en el veterano periódico <>.
Era un personaje atrabiliario, maniático, muy celoso de su reputación. Desde que nos presentaron me dio mala espina, tras su carácter de insolente suficiencia intuí que podía haber gato encerrado, algo olía a podrido en torno suyo, pero nadie osaba alzar la voz y mucho menos discutir cualquier crónica suya. Tenía en su haber un enorme poder fáctico.
Bastó estar muy atento a su forma de trabajar, además de tener un poco de paciencia para desenmascararle. Fue relativamente sencillo, plagiaba a trozos el trabajo de los demás, sus críticas eran siempre las últimas. Si tenías un poco de paciencia y algo de perspicacia para reunir las cinco o seis críticas que publicaba la competencia, mezclabas unos cuantos párrafos ligeramente desvirtuados, y ya tenías el artículo suyo armado.
Al cuarto mes de practicar ya era capaz de hacerlo igual o mejor que él y tuve la osadía de decírselo, al tiempo que le preguntaba por su concepto de la Ética.
Su respuesta me llegó al mismo tiempo que el finiquito: <<Ética dices, pero eso, aproximadamente, ¿por dónde cae?>>.
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